sábado, marzo 17, 2007

De lo que quiero escribir

Una de las cosas sobre la que siempre he querido escribir es sobre Baja California, esta tierra mía de multifacéticos paisajes; he buscado capturar con mi pensamiento, y también con mi pluma, la esencia del desierto, de sus montañas y de su mar; creo estar cerca de conseguirlo, o por lo menos, siento que cada vez me falta menos. Por lo pronto ya la comienzo a conocer, la he atravesado de lado a lado: desde el Pacífico hasta el golfo, por caminos de terracería, o por la sinuosa carretera transpeninsular, de norte a sur; he subido a los picos de sus sierras desde donde he visto, con ojos de niño, los cielos más estrellados de mi vida, donde he sentido el frío de la nieve y del granizo. He navegado pacientemente por su Mar Bermejo, esperando el amanecer para ver aparecer a la península frente a mí. He sentido los vientos de Santana con mis labios partidos y también las frías corrientes del pacífico. He visto ballenas a cinco metros de mi bote y delfines cada mañana que me acercado a pescar a la orilla del mar; he visto tantas cosas en esta mi tierra, que sería imposible para mí no profesarle un gran amor. Y a pesar que he sentido en la piel todo lo que esta tierra me ha querido transmitir, he descubierto, una y otra vez, que aún hay más por conocer.

Así lo sentí una vez más hace unos días, cuando Rafael, Leo y yo, emprendimos una aventura inolvidable, que nos llevó desde las afueras de la ciudad, hasta las montañas de rocas y pinos que conforman la Sierra de Juárez. Fue una aventura que inicio un día lunes y termino el siguiente sábado, seis días en que recorrimos poco más de trescientos kilómetros a caballo. Atravesando lugares que hacia años no miraba y otros que simplemente no sabía que existían. Recuerdo muy bien sus nombres y no creo que nunca los vaya a olvidar, pues desde el lomo de mi caballo los vi venir lentamente, tal vez ¡muy lentamente! tanto así que los puedo nombrar sin ninguna dificultad a casi todos: Santo Domingo, que tiene una cuesta de piedras sueltas; Valle de las Palmas, donde dormimos cansados; Neji, con su valle lleno de borregos pastando; El Compadre, donde nos calentó el tequila; La Huerta, donde dormimos en una caballeriza; Ojos Negros, donde desconfiamos de todos; Sierra Blanca, donde nos perdimos en un laberinto de rocas y encinos; Necua, donde nos hablaron los indios; Valle de Guadalupe, donde por jugo de uva se nos hizo agua la boca y Santa Rosa, de donde no me quiero acordar, por haber llegado ahí sin poder caminar; esos, entre ranchos y poblados, son lugares que vimos desde nuestras monturas. Al paso de los caballos, con los cascos de sus patas impulsándonos arriba y abajo; comiendo carne seca y café negro y sin azúcar en nuestros altos.
Desde el caballo blanco que yo llevaba conté y escuche anécdotas, como las que Rafael iba contándonos desde yegua pinta o las que Leo recordaba mientras montaba
sobre un alazán cara blanca. También cantamos, silbamos y contamos chistes, fue un convivio campirano. Además, llevábamos un cuarto caballo, un rocío, algo viejo, pero muy importante entonces, pues cargaba los abastecimientos y mochilas para toda la semana. Avanzamos a paso regular, entre montañas, cerros o valles, hasta que nos caía la noche o hasta que nos daban posada en algún rancho junto al camino. Yo, al igual que los otros dos, llevaba puestas unas chaparreras que me hacían estorbo al inicio del recorrido, pero al segundo día agradecí haberlas llevado: nos cayó una lluvia que terminó en nieve y, entonces, todos los árboles escurrieron agua que de otra forma me hubiese empapado. Atravesamos largos trechos en despoblado y también campos llenos de boñigas, donde habían muerto vacas por la seca y los cercos estaban tirados, arrastrados por el viento. Luego, en los arroyos vimos el agua corriendo, haciendo un delicioso sonido al chocar contra las piedras, emanando frescura entre las sombras de los árboles. Los pinos fueron testigos de nuestro paso, llenaron de aire fresco nuestros pulmones y nos acompañaron por largo rato, al final, hasta nos dolió la despedida, no sabemos cuando los volveremos a ver, pero por lo menos sabemos que cuando vayamos de nuevo, estarán ahí, esperando vernos pasar y tal vez, quedarnos un poco más. También pasamos a lado de grandes extensiones de siembra, que desde lejos se miraban como pequeños cuadritos de distintos tonos en verde pero que cuando los quisimos atravesar, parecía como si nunca fuesemos a terminar de cruzarlos. A veces parecía
desgastante pero siempre valía la pena. Desde arriba de un caballo, con sombrero, espuelas y una soga al lado, aunque no parezca, el jinete se puede relajar, al concentrarse en el ruido de las bestias al andar e ir viendo las cosas aproximarse lentamente; aprende uno a observar y, sobre todo, a ser paciente. Es una terapia en la que se conjuga la naturaleza y la rudeza de la vida de campo, en la que se debe aprender a agarrarle el paso de los caballos pues, desde ahí, se tiene la certeza que tarde o temprano, cualquier lugar se puede alcanzar.
En nuestro camino nos topamos con muchos rancheros y fue de esos encuentros de donde comprendí que lo que hacíamos era algo especial. Todos se sorprendían al preguntarnos ¿A dónde van? A Rosarito ¿De donde vienen? De Rosarito; algunos nos decían que no conocían los lugares que nosotros acabábamos de ver o a donde queríamos ir, decían que una semana a caballo era mucho, que no íbamos a aguantar, que estábamos locos. ¡Pobres caballos! opinaban otros, y algunos nos daban consejos de cómo hacer esto u aquello, que si la chavinda, que si los guardaganados, que las veredas y los atajos. En fin, fue toda una experiencia digna de contar a nuestros nietos. Mientras recorríamos unos caminos desconocidos a abandonados sobre la llamada Sierra Blanca, yo iba recapacitando en todo aquel agreste terreno y al mirarlo tan inhóspito y lleno de peligros, sabiendo de sus tarántulas escondidas, de sus cascabeles agazapadas,
de sus barrancos sin fondo y viendo la oscuridad total en que esas montañas se sumergen por las noches me di cuenta de una cosa: Baja California es una tierra árida, donde parece que hay poca vida, donde por lo general sólo se oye el viento golpear contra las rocas, sin embargo, a lo largo de su historia muchos hombres la han querido y de ella se han enamorado. Esto no creo que solo ocurra porque es una tierra muy bella sino porque en ella muchos se han encontrado consigo mismos. Porque antes no se conocían y en el desierto se han dado cuenta de que están hechos. Porque estando ahí les pasa lo mismo que a los marinos en altamar, se dan cuenta de que son capaces de hacer lo que quieran sin una sociedad que este detrás, a la mano, velando por ellos y que sí lo han logrado hacer es porque algo deben valer.

De todo eso quiero escribir más a fondo, con más pasión, con todos los datos y detalles que tengo en la cabeza, antes de que se pierdan o que, por alguna causa, los olvide. Pero ahora no puedo, no me alcanza el tiempo, tengo que hacer muchas cosas importantes; una de ellas, conocer más a mi tierra, la península del desierto inhóspito, la de costas bravas, de montañas rocosas y elevadas, esa tierra que es la cara de México hacia el poniente y en los mapas. Esa tierra mexicana mía que es la Baja California.

5 comentarios:

Unknown dijo...

ay mira que lindo!

Claudia X dijo...

Oye que chingon, y no nos habias contado nada de nada eh! Es que el tiempo no alcanza, lo se!

Juan-Jo dijo...

No, no alcanza el tiempo. Lástima...

Una mujer bizarramente normal dijo...

Wow, me ha impactado este relato, ya habia leido antes tus textos pero en mi opinion este es el mejor, que sensibilidad demustras al hablar de nuestra tierra, felicidades y gracias por este momento de serenidad que me has dado.

Juan-Jo dijo...

¡Muchas Gracias! Que bueno saber que ha gustado, la verdad no me fue tan díficil: Soy un sentimental y las cosas que viví me llegaron. Hasta la próxima.