sábado, octubre 13, 2007

Un cuento de mi pueblo...

Z u m b i d o
Una pesadilla en Rosarito

Humberto se quedó dormido con la revista en las manos, a pesar de las imágenes de demonios y ángeles rojos, el sueño lo venció. No supo nada de sí, ni tampoco sintió la brisa fría que se coló por la ventana a media noche.

Cuando la pureza se quiere imponer a la maldad, ésta se irrita, se desencadena y no hay nada que la pueda contener…”

Esas fueron las últimas líneas que leyó antes de quedarse dormido y esas palabras lo siguieron entre sus sueños.

La casa de Humberto se encontraba a unas cuadras de la playa, en Rosarito. Habituado al ruido de las olas, eran pocas cosas las que lo podían despertar mientras dormía. Esa noche Humberto soñó cosas terribles: se vio entre llamaradas enfurecidas y mujeres que se transformaban en horripilantes criaturas que lo querían morder y devorar. Por la mañana, poco después de que saliera el sol, él se encontraba lejos de su habitación, escapando de uno de esos monstruos de ojos amenazantes y garras descomunales. A esa misma hora, sus dos mejores amigos pasaron a recogerlo; el día anterior habían quedado en ir a jugar béisbol. Cuando llegaron, saludaron a la madre de Humberto, una fiel católica que a esa hora salía a misa. Les dijo que él aún dormía, que pasaran a despertarlo porque antes ella no había podido.


Cuando entraron al cuarto no encontraron ahí a Humberto, lo buscaron en el baño y lo llamaron por el pasillo pero no apareció. Pensaron que debía andar buscando los guantes y las pelotas para el béisbol, ya era tarde y con él siempre era lo mismo. Luís y Roque, que eran sus amigos de toda la vida y de toda su confianza, no dudaron en esperarlo un rato en su habitación. Platicaron unos minutos acerca de los juegos pasados, de las chicas y de dos o tres cosas más hasta que, al ver que Humberto no aparecía, se les ocurrió que tal vez se encontraba en la tienda de enfrente, donde vivía Mateo, otro chico a quien también iban a pasar a recoger para irse a jugar. Dispuestos a salir del cuarto, se levantaron y se encaminaron hacia la puerta, entonces, justo cuando uno de ellos giraba la perilla, un fuerte ruido los asustó haciéndolos voltear a verse sorprendidos. Se trataba del despertador que estaba junto a la cama y había comenzado a timbrar en ese momento. Luís trató de apagarlo pero descubrió algo extraño en él y le pidió a Roque que viera las manecillas: marcaban las doce en punto. Roque le dijo que simplemente estaba mal sincronizado, que lo apagara, que no era para tanto. Luís trató de apagarlo y Roque, al ver que Luís no podía, intentó ayudarlo pero sus esfuerzos fueron inútiles, no pudieron encontrar el botón que detuviera su funcionamiento. Le buscaron por todos lados y hasta intentaron quitarle la batería, pero fue inútil: no la encontraron, parecía que el despertador estaba sellado y no dejaría de sonar. Cuando se cansaron de buscar la manera de apagarlo, ya cansados de oír aquel estruendoso chirrido, lo dejaron sobre el buró y se fueron a buscar a su amigo en la casa de Mateo.


Cruzaron la calle y se dirigieron a los abarrotes “La Bendición”; al entrar no vieron a nadie por eso se fueron hasta el fondo, al área de las carnes, donde siempre estaba Tavo, un muchacho que recién había comenzado a trabajar como carnicero en esa tienda. A él le preguntaron por Mateo y, de paso, le contaron lo del despertador. Él les dijo que Mateo estaba atrás, en su casa y respecto al despertador, en tono sarcástico les dijo que se lo trajeran, que el las podía “de todas, todas” y que no tardaría más de un minuto en resolverles ese problema. Pasaron a la trastienda, desde donde se podía entrar a la casa de Mateo, a quien encontraron recostado en un sofá, viendo las caricaturas del pájaro loco, con un vaso de leche en la mano y comiendo galletas de nieve; le preguntaron por Humberto y le contaron lo que había pasado en su cuarto. Emocionados por lo que estaba ocurriendo, parecía que ya se habían olvidado de ir a jugar béisbol, pues los tres salieron corriendo hacia la casa de enfrente. Además, Tavo, que a esa hora no tenía clientes, dejó encargada la vitrina con el abarrotero y se fue corriendo con ellos, la curiosidad lo había picado. Una vez en el cuarto de Humberto, vieron azorados como el despertador seguía sonando; el que trabajaba de carnicero, por ser el mayor, se sintió obligado a tomar control y revisó el reloj hasta que encontró el compartimiento de las baterías. Se las quitó, pero al ver que el despertador seguía sonando le dio miedo, se apartó, dijo que ese despertador se sentía raro, que vibraba demasiado fuerte, como si estuviera vivo y que era imposible que siguiera sonando sin las pilas. Tomó el despertador y salió a la calle seguido por los tres muchachos que vestían incompletos uniformes de béisbol. Una vez afuera Tavo lo azotó con fuerza contra una pared pero el aparato en vez de apagarse sonaba cada vez más intensamente.

―¿Y Humberto? −se preguntaban intrigados.

Luis, Mateo, Roque y Tavo estuvieron de acuerdo en que ese aparato se tenía que apagar con o sin dueño, así que trajeron gasolina y le prendieron fuego. Hasta aquí todo era emocionante y divertido, la calle se había llenado de las carcajadas y parecía que todo terminaría en algo chusco; cuando llegó Humberto, les dijo que había tenido que salir corriendo a alcanzar a su mamá para que le diera dinero, pero que fue hasta la iglesia donde la alcanzó. Cuando le contaron lo del despertador les dijo que estaban locos, que el despertador tenía un botón grande, arriba, que con ese se apagaba. No les creyó lo que le decían y se echo a reír cuando le contaron lo de las baterías:

―Ahora sí se la jalaron−les advirtió.

Cuando de nuevo comenzó a sonar, emitiendo un zumbido ensordecedor, se quedaron callados y Humberto preguntó por lo que sonaba:

―¡Ese es tú despertador!–le contestaron sus amigos al mismo tiempo.

Humberto terqueó que ese no era, que así no sonaba, pidió le dijeran qué era eso que se oía pues aquello parecía un toro bramando. Cuando el fuego se apagó aún se podía apreciar el armazón medio derretido, con pequeños pedazos que aún conservaban el color rojo que antes tuvo. Lo que había sido un reloj−despertador ahora vibraba, parecía como si estuviese enojado y los ojos de los chicos buscaron una respuesta para ello entre sí. Con un palo movieron el destrozado armazón y de éste se desprendió el motorcillo, que se veía un poco deformado, de color verde, asemejando un mayate pero zumbando fuertemente.

―¡No mamen!−gritó uno−¡Esa madre está viva!


Uno de ellos trajo una pesada piedra y la estrelló sobre el endiablado motor. La piedra rebotó sobre el aparato, que hizo un chasquido y dejó de sonar; rodó la piedra al costado y debajo quedó un pedazo de chatarra aplastado. Humberto lo tomó con la mano y al frotar la tierra y el hollín que lo cubría quedó impactado, peló los ojos y su mueca hizo que a los demás se les enchinara la piel. Bajó lentamente la mano y les mostró a los demás esa cosa por un instante, luego, con un relampagueante movimiento de reflejos y nervios alterados, lanzó el pedazo de metal lo más lejos que pudo. El sonido que antes fue de un bello y útil reloj-despertador de manecillas, alterado ahora por quién sabe qué fuerzas ocultas, osciló por el aire y se fue a perder entre las hierbas que crecían al fondo de la calle.

―¿Lo vieron? −preguntó a los demás.

―¡Si! ¡Era una cabeza de toro! −dijo uno.

―¡Si! ¡Con cuernos!−asintieron los demás, a quienes se les habían borrado las sonrisas y mostraban ahora una cara de preocupación.

Los cuatro chicos se veían perturbados, ansiosos de encontrar una explicación a lo que pasaba aquella mañana tan extraña. Tavo les dijo que aquello era muy raro, que mejor él no quería broncas con esas cosas, se persignó y se despidió recomendándoles que tuvieran cuidado.

Los demás pensaron que era un marica pero ninguno se atrevió a decir nada, ellos también hubiesen querido escapar de aquel lugar. Entonces fueron a la casa de Humberto, pero no quisieron entrar, prefirieron esperarlo en el porche, frente a la puerta de la casa.

Desde la sombra vieron por la ventana de la tienda como Tavo se metió entre los refrigeradores de la carne y se puso a trabajar, vieron la hora y se dieron cuenta de que ya era tarde para ir al juego en el campo Benito Juárez, que estaba a 13 cuadras desde la Magisterial, donde ellos vivían. Cuando Humberto salió y estaba cerrando la puerta escucharon un sonido conocido, era algo parecido al zumbido de un zancudo, pero debía ser enorme, pues sonaba tan fuerte que se parecía al sonido de un helicóptero y, además, se estaba acercando. Voltearon a ver el cielo, buscando ver de qué se trataba. Entre los árboles todo lucía normal, algunos pájaros revoloteaban entre sus ramas y mil abejas se revolcaban entre las flores del jardín. Comenzaron a caminar hacia la calle, apresurados, casi empujándose, no querían descubrir que aquel zumbido provenía de nuevo de lo que había sido un reloj−despertador. Cuando ya estaban sobre la acera, Roque les dijo a los demás que miraran sobre el tejado del porche, en la esquina había algo que tenían que ver. Era algo irreconocible desde esa distancia, pero ellos sabían que no era un pájaro, ni un insecto, ni tampoco alguno de los adornos del patio, era el mismo ser que salió de la alarma, el que se transformó con el fuego. Empuñaron sus bates de béisbol un momento, como imaginando hacerle frente en caso de que se acercara, pero luego de ese instante de valor, salieron corriendo rumbo a la calle principal, el Boulevard Benito Juárez. Mientras corrían, escucharon el zumbido detrás de ellos, yendo y viniendo de un lado a otro, pero nadie veía al animal y poco antes de llegar a la parada de los taxis se dieron cuenta de que ya no se oía. Se tranquilizaron y se animaron mutuamente.


Humberto venía notablemente alterado, su inconciente estaba lleno de posibilidades respecto a lo sobrenatural, tanto escuchar a su madre hablar de santos y vírgenes lo habían hecho sensible a esas cosas; y que decir de sus tantas desveladas de terror, leyendo esas revistas de temas espectrales. Todo aquello era demasiado para su joven conciencia, él sabía que no podría con eso. Un chico católico no puede cambiar de pronto de un ambiente blanco e inocente a uno de varias dimensiones, con realidades diametralmente opuestas a la suya. El precio apagar era alto y muy pocos podían con él.

Al llegar a la esquina del boulevard, frente a la Chiquita Bar, pararon un taxi y cuando se iban a subir Roque pegó un saltó atrás. Al ver aquello, el taxista, con un acento costeño, les indicó:

―¡Súbanse, súbanse! ¡Nomás cuidado con ese animal que se acaba de meter, ahí le sacan la vuelta! ¡No les vaya a picar!

El pájaro/insecto-reloj/despertador con cabeza de toro, se encontraba parado sobre el respaldo del asiento delantero, volteando hacia atrás, exactamente hacia la puerta trasera por donde ellos querían entrar. Luís azotó la portezuela y le gritó al chofer:

―¡No, gracias!

El taxista se molestó por aquel azotón, echó algunas mentadas a los chamacos y salió quemando llanta en su taxi amarillo con blanco.


Los cuatro amigos estaban incrédulos, se preguntaban a sí mismos si aquello era real, si no estarían soñando, pero ninguno dijo nada, tenían el habla cortada. Hicieron la parada al próximo taxi pero la historia se repitió, el horrendo animal se encontraba, inexplicablemente, parado sobre el respaldo del asiento delantero, volteando hacia atrás, exactamente hacia la puerta trasera por donde ellos querían entrar. No sabían con certeza que debían hacer, sí paraban otro taxi se encontrarían de nuevo al diablo ese parado en el mismo lugar y sí se iban a cualquier otro sitio de nuevo los perseguiría. Parados ahí por los menos no escuchaban el horrible zumbido detrás de ellos. Sintieron que estaban encadenados a esa parada de taxis y, por miedo a lo que pudiera pasar, esa parecía su mejor opción.

Luís quiso llamar a sus padres desde el teléfono público de la esquina y cuando se acercó se encontró con el animal parado sobre la caseta telefónica. Pegó un grito y corrió hacia sus amigos. Les dijo que ya no podía más, que iba a irse corriendo a su casa y que no le importaba irse solo, ni tampoco sí el animal lo seguía. Cuando arrancó los demás se quedaron mirándolo petrificados. También vieron como el animal emprendió el vuelo tras él y se dieron cuenta como del pequeño monstruo alado iban saliendo varios más, como si fuese regando copias de sí mismo.


Todos ellos se espantaron con aquella visión, entendieron que ante ese nuevo panorama en ningún lugar estarían a salvo y emprendieron la carrera detrás de su amigo. Al llegar a “La Bendición” se encontraron con una grotesca escena: Tavo, el abarrotero y Doña Mele, una vieja clienta de la tienda y vecina de la cuadra, se encontraban tirados en el piso, estaban muertos y eran devorados por algunos de esos mismos seres que los perseguían. Los pequeños animalejos no se inmutaron con su llegada, ni dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Sus cuerpecillos resplandecían bañados en sangre con la luz del sol que entraba por las ventanas. Se movían lentamente, dando jalones a las tiras de carne que arrancaban con sus dientes.

Los muchachos salieron de la tienda y vieron la calle desolada, ahora no se oía un solo ruido, ni se veía un alma. Inexplicablemente, esa, que era una calle donde siempre abundaba la vida, en la que nunca cesaban los sonidos de niños que juegan, de perros que ladran y de gente que transita de manera ininterrumpida, en ese momento lucía lúgubre, cubierta por un halo de misterio. Con cautela caminaron hacia la casa de Humberto, poniendo atención a todo lo que les rodeaba; querían saber que estaba pasando y cuando en voz baja se preguntaron que hacer, el zumbido ensordecedor de cientos de pequeños monstruos llegó a sus oídos. Al mismo tiempo pegaron todos un grito mezcla de angustia y desesperación, tan alto que llegó hasta la termoeléctrica, al otro lado de la ciudad, donde, para su mala suerte, nadie los escuchó.

Corrieron desesperados y se metieron a la casa mientras el cielo se nublaba como cuando una plaga de langostas atacó Egipto. No había resquicio en el horizonte por donde no se mirara uno de esos animales. Cerraron la puerta con tanta o más fuerza que la portezuela que un rato antes Luís había azotado al taxista. Oyeron como los animalejos se iban estrellando contra ella y los cuatro se pegaron de espaldas a la pared de la sala, tratando de protegerse de la inminente entrada de esos seres que parecían venidos del infierno.


―¡Agua bendita! −gritó Roque.

―¡Tu mamá debe tener agua bendita! −insistió. Humberto corrió al lado izquierdo de la sala, donde su madre, mujer católica devota, mantenía un pequeño altar a la virgen de Guadalupe, con velas que ardían noche y día, retratos de la familia y un recipiente de agua bendita. Era suficiente como para darse un baño, no tenían idea de porque había tanta, pero eso era algo en lo que no se pusieron a pensar en aquel momento, era su vida lo que les importaba proteger. Humberto se armó de valor y corrió de nuevo, fue hacia la alacena, se puso a gatas y buscó bajo el zinc. Allí encontró los botes que buscaba y corrió de nuevo hacia sus amigos que ahora ya estaban en cuclillas preparando la defensa. Afuera sonaba como si estuviesen cayendo pelotas de béisbol en forma de granizo, era un escándalo tremendo, parecía como si se fuese a caer la casa, que de vez en vez, comenzaba a crujir. Por las ventanas se veían las sombras de los aterradores animales, volando como enjambre alrededor. Misteriosamente a las ventanas no se acercaban.

Ellos no lo sabían pero la madre de Humberto, desde adentro, cada domingo regaba con agua bendita toda la casa; como las ventanas las abría para limpiar, el agua bendita llegaba hasta el mosquitero, donde quedaba impregnada.

Los cuatro prepararon los dos pares de atomizadores que trajo Humberto, los llenaron con el agua bendita y luego se fueron juntos a rociar las puertas, de una en una hasta que terminaron. También rociaron cada rincón oscuro que encontraron y, armados de valor, también subieron al ático. Cuando ponían el agua bendita, el ataque de aquellas criaturas de Satán se incrementaba y se oía como rasgaban la madera de puertas y ventanas; los muchachos llegaron a creer que sería mejor parar, pero luego se dieron cuenta que los diabólicos seres se enojaban cuando caía el agua, que se volvían más agresivos y luego, cuando el agua empapaba lo suficiente, ya no se acercaban. Así pasaron todo el día y mucho después de que cayó el sol, ya cerca de la media noche, cuando los ataques de aquellas infernales criaturas prácticamente habían acabado, se durmieron. No les importó no tener sueño y dormirse prácticamente contra su voluntad; el recuerdo de las manecillas del reloj señalando las doce los asustaba e imaginarse lo que podría pasar a esa hora los inquietaba. Aquello era algo que por ninguna razón querían vivir.


Al amanecer del día siguiente Humberto despertó primero que los demás; aterrado por sus extraños recuerdos quiso despertar a sus amigos para preguntarles si todo aquello había sido cierto o sí solo había tenido una pesadilla. Cuando estaba apunto de hacerlo sintió un miedo terrible, tan sólo imaginarse que sus recuerdos fuesen ciertos lo detuvo. Decidió esperar y se quedo muy serio pensando en todo lo que recordaba. Trató de hacerse a la idea de que todo aquello era un sueño y lo hizo tan bien que ya se había creído que nada había pasado. Entonces le vino una idea: encender la luz y ver si en verdad todo era producto de su imaginación, de ser así, no encontraría rastros de lo que recordaba. Al prender una lámpara, sus ojos casi se salieron de su orbita y su piel se le erizó como nunca había sentido. Descubrió los atomizadores con agua bendita junto a la cama y por la ventana, un diablillo lo miraba.

F I N


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