lunes, octubre 08, 2007

La Ruta de los Sueños XXXVIII

Tras el rastro de Goethe
Un tren nos llevaba al suroeste y a pesar de ser muy temprano en fin de semana, el paseo prometía valer la pena. El destino eran las montañas cercanas a Thale, una ciudad ubicada geográficamente en la parte central de Alemania, muy cerca de lo que una vez fue la frontera interior de la Alemania dividida por el muro y el lugar donde hace muchos años Goethe, uno de los padres de la literatura alemana, se inspiró para escribir parte de Fausto.
Habíamos tomado el tren regional cerca de las ocho de la mañana, él cual nos llevó por casi una hora a través de las planicies que conforman esa parte de Sachsen-Anhalt (Sajonia-Anhalt, uno de los dieciséis estados federados que conforman Alemania). A través de las ventanillas del cómodo vagón en que viajamos fuimos viendo el panorama que predomina en esta parte del país, una llanura inmensa, con abundantes campos de cultivo esparcidos entre enormes complejos industriales muchos de los cuales ahora lucen abandonados, completamente desolados, cayéndose a pedazos. Preguntó la razón, pues me parece una calamidad que tanta infraestructura se venga abajo y me dicen que todas esas eran empresas del gobierno de la ex República Democrática Alemana (conocida comúnmente como DDR), que conformaban la gran industria que suministraba productos a los países del bloque socialista pero que a la caída del sistema no pudieron hacer frente a la competencia que les vino del oeste. Me cuentan que entonces muchos trabajadores perdieron sus empleos y se tuvieron que ir a buscarlos a la parte occidental, donde están las grandes empresas y el capital. Vemos también muchos campos sembrados de hortalizas y también muchos otros descansando pues el invierno está por llegar y no es temporada de cultivo. Entre los sembradíos y los campos abiertos se pueden ver muchos venados de pequeño tamaño, que según me cuentan llegan a ser un plaga en estos rumbos debido a su alta proliferación gracias a las estrictas normas de protección a la naturaleza.
Llegamos a Thale poco después, la ciudad lucía desolada, como es típico en todos lados los fines de semana en este país. Caminamos hasta llegar a un pequeño parque que colindaba con la entrada de nuestro destino: el Parque Nacional de los Harz, conformado por el bosque y las montañas del mismo nombre.
Después de cruzar la entrada, comprar los boletos de acceso y caminar a lo largo de un camino que nos fue llevando hacia el corazón del bosque, pasamos junto a la roca de Goethe y al lado de la cual se encuentra una placa con el nombre del conocido escritor, pues según la historia ya convertida en leyenda, fue aquí donde se inspiró para escribir su más famosa novela, ahora considerada como la Biblia del pueblo alemán. Fue aquí donde el caballo dejó su huella marcada en una roca para luego volar sobre los riscos de estas montañas y seguir volando hasta seguir el camino descrito en ese libro. Al pasar por esos lugares mis oídos, excitados al oír aquellas historias, transmitían a mis ojos el entusiasmo por mirar cada detalle y descubrir cada rastro o señal que me llevase tras las pistas del autor.
Siguiendo el riachuelo hacia arriba seguimos el camino que nos llevo hasta un pequeño puente que lo cruzaba y, de pronto, se convirtió en una pequeña vereda que nos fue llevando de un lado a otro del pequeño río, cruzando una y otra vez bonitos puentes sobre el agua. Los árboles ahí no son altos, y tampoco tienen hojas en esta temporada, pues la llegada del invierno los ha desnudado, sin embargo, gracias a eso es fácil apreciar las puntas de los riscos que se elevan a ambos lados del cañón, tan alto, que apenas se alcanzan a distinguir los pinos que se encuentran allá, en la parte más fresca.

Mientras nosotros caminábamos, el rió seguía y seguía, haciendo cada vez más largo el recorrido y provocando que nuestra hambre comenzara a aparecer. Finalmente, después de catorce kilómetros de caminata entre cientos de árboles, hojas secas y montañas encrespadas, vimos nuestro primer destino: un pequeño pueblo llamado Treseburg. Mientras lo atravesamos, yo me preguntaba si su nombre tendría que ver con el número trece y, aunque pregunté nadie me supo decir y creo que me confundí aún más. Estaba conformado por unas cien casas, todas muy bonitas, con flores en las ventanas y perfectamente pintadas, que se ven tan inocentes, que lo único que falta es ver a Ricitos de Oro asomándose por las ventanas. Esas casas se encuentran dispersas a los lados del pequeño río que serpentea montaña abajo, pasando por el estrecho paso entre las montañas que acabábamos de recorrer.
Al entrar al bosque vimos un letrero que describía los animales que habitan el bosque; ahí se veían venados, jabalíes, mapaches, nutrias, zorros y muchos otros. Yo más bien pienso que decía que animales vivieron en el bosque en algún remoto pasado porque no vi a ninguno de ellos.
Cruzamos de nuevo un puente para ir al otro lado del río, donde caminamos entre casas grandes, de dos pisos, con geraniums en las ventanas y todas también bellamente pintadas y con bonitos números en las puertas. Al dar la vuelta en una curva del camino nos encontramos ante un pequeño lago formado por el río, en el cual nadaban patos silvestres y se reflejaba la silueta de una bella construcción. Nos dirigimos hacia ella pues es el restaurante del pueblo y cuando cruzábamos el último puente antes de llegar a aquella imperiosa parada nos detuvimos un momento a apreciar los peces nadando en las claras aguas del río.
En el interior del restaurante me sorprendieron las bellas lámparas con que se alumbraba y adornaba el lugar, de hierro macizo, como si hubiesen sido hechas en la edad media y las mesas y sillas eran sobresalientemente finas. Pero lo más impresionante para mí era la limpieza del lugar, que a pesar de tener muchas pequeñas decoraciones, relumbraba. La comida que sirvieron no dejo mal el nombre del lugar pues fue deliciosa. Mi platillo consistía en dos trozos de carne de res y cerdo bañadas en una salsa de especies, un poco fuerte al paladar pero rica en sabor. La bebida, como debe ser en estas latitudes, fue una cerveza oscura que para mi gusto, carecía del requisito más esencial de toda cerveza, pues no estaba fría sino que la sirvieron siguiendo una desagradable tradición alemana de tomar cerveza al tiempo. Para mi gusto la cerveza debe tomarse helada, que sude, sino es así, es como si se jugara a tomar té con las amigas.

Cuando terminamos de comer retomamos el camino. Catorce kilómetros cuesta arriba nos había sacado el hambre, pero aún debíamos de subir a la cima de las montañas para luego regresar por otro camino. Tomamos una y luego otra vereda, mismas que nos fueron llevando, según la velocidad de nuestros pasos, hacia la cima, en donde están los riscos que queríamos visitar. Mientras subíamos los árboles se fueron haciendo altos y gruesos y el bosque cada vez más espeso; de pronto ya se podía ver todo el pueblo de Treseburg como si se viera desde el cielo y poco después, ya se podían incluso ver otros pueblos más allá, entre otras montañas, tras otros bosques. Ya arriba nos encontramos en una planicie que era cruzada por amplios caminos pues este bosque lo utilizan para sacar madera y por lo tanto se aprecia que comúnmente es transitado por grandes camiones aunque, como pudimos apreciar, no en fin de semana.
En medio del bosque encontramos un monumento dedicado a Friedrich Wilhem Leopold Pfeil, quien fue una persona que vivió entre los siglos XVI y el XVII y, de acuerdo a las versiones que escuché, ese hombre fue el primer estudioso de los bosques alemanes y, probablemente, uno de los pioneros en el mundo por lo que en todas las ciudades de esta parte del país es considerado un personaje sobresaliente a quien se le rinde culto por sus aportaciones y es común encontrar calles que llevan su nombre.
Después de atravesar el bosque llegamos hasta el límite de la montaña y justo ahí, donde inician los desfiladeros, encontramos una pequeña plaza con un círculo de piedra en el centro y las figuras de brujas, magos y demonios entorno a ellas. Se trata del Hexentanzplatz (lugar donde bailan las brujas: Hexen= Brujas/tanz= Baile/Platz=lugar, plaza) se dice que en la antigüedad las brujas bailaban ahí entorno a fogatas y bajo la luna llena. Esta fue otra de las fuentes que inspiraron a Goethe al escribir su novela y por ello aún mantienen la pequeña pista de arena y han hecho ese monumento en honor a esas, podría decirse, criaturas.
Una de las brujas está inclinada con las nalgas al cielo, recargada sobre las rocas y de no ser por su horrible cara y una asquerosa rata que la acompaña, podría decir que está buena.
De pronto comenzó a llover, justo cuando comíamos un rico Zimtwaffel (Waffle de canela) acompañado con café ¡lástima! El paseo también había terminado, con una vista sobre la ciudad de Thale, pensando en Goethe y en cada detalle de lo que de él nos han guardado.

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