domingo, octubre 28, 2007

La Ruta de los Sueños XXXIX

Impresiones de la Fuerwache
En la antigua estación de bomberos, esa que hoy funciona como centro cultural aunque su nombre continúe siendo la Fuerwache, he retomado las clases de dibujo y pintura. Peter M. Heise, el maestro de la clase, un hombre delgado, de pelo blanco, mirada inteligente y enérgicos movimientos, me pidió que dibujara algo al acuarela y aunque lo he intentado no me ha salido nada; no veo más que manchas y figuras desfiguradas, él dice que es normal que al inicio uno no conozca la técnica y que la pintura de agua es lo más difícil. Me dejó la tarea de hacer un boceto sobre algún tema que me inspire para prácticar en la clase posterior. Luego pasamos a la clase de grabado y entonces, tuve la oportunidad de hacer uno de ellos. 

Eso fue en verdad algo significativo pues tuve la oportunidad de ver impreso un dibujo que por obra del destino traje conmigo sin saber que estaría en esta escuela y menos aún que tendría esta clase; se trata de un grabado en linóleo que dejo mi padre en manos de mi hermano. Es un trabajo verdaderamente fino, tan elaborado, que en el taller todos se quedaron asombrados al ver lo bien que está hecho. Todos tiene la misma opinión: no cualquiera puede hacer algo así, mi padre era un talento. Yo me siento aún más comprometido con la responsabilidad que dejo en mis manos, seguir con esa tradición no se ve tan sencillo, así que comienzo a sudar de nervios.
He elegido comenzar con la reproducción de una foto de una indígena Tarahumara. Marco las líneas sobre una placa de plástico, las limpió y después de un rato me voy a la prensa, aplico tinta, luego le quito el exceso y por primera vez hago girar un rodillo. Es pesado, más bien duro, se necesita fuerza para hacerlo avanzar sobre la matriz con el dibujo.
Por fin sale, el papel se debe remover con cuidado ya que ha sido tanta la presión que ahora está incrustado en el dibujo. Al levantar el papel lo veo, es un grabado sencillo que me gusta para enviárselo a mi madre en una carta.
Después imprimo tres copias del grabado de mi padre, algo anda mal, no sé qué, pero el grabado siempre sale con manchas. Preguntaré a mi hermano, tal vez él sabrá como imprimirlo mejor.
Finalmente, basado en el grabado original, saqué una nueva pequeña versión del mismo, lo hice más sencillo, solo como práctica. Ya encontraré después la oportunidad de profundizar en este arte, por ahora con conocer un poco de él será suficiente ¿Sí el tiempo alcanzara?
La clase se ha acabado, afuera la noche es muy oscura, el aire esta helado, cargado de brisa fría. Apenas se alcanza a ver el tejado de la iglesia al otro lado de la calle. Típica noche de otoño en Germania.

sábado, octubre 13, 2007

Un cuento de mi pueblo...

Z u m b i d o
Una pesadilla en Rosarito

Humberto se quedó dormido con la revista en las manos, a pesar de las imágenes de demonios y ángeles rojos, el sueño lo venció. No supo nada de sí, ni tampoco sintió la brisa fría que se coló por la ventana a media noche.

Cuando la pureza se quiere imponer a la maldad, ésta se irrita, se desencadena y no hay nada que la pueda contener…”

Esas fueron las últimas líneas que leyó antes de quedarse dormido y esas palabras lo siguieron entre sus sueños.

La casa de Humberto se encontraba a unas cuadras de la playa, en Rosarito. Habituado al ruido de las olas, eran pocas cosas las que lo podían despertar mientras dormía. Esa noche Humberto soñó cosas terribles: se vio entre llamaradas enfurecidas y mujeres que se transformaban en horripilantes criaturas que lo querían morder y devorar. Por la mañana, poco después de que saliera el sol, él se encontraba lejos de su habitación, escapando de uno de esos monstruos de ojos amenazantes y garras descomunales. A esa misma hora, sus dos mejores amigos pasaron a recogerlo; el día anterior habían quedado en ir a jugar béisbol. Cuando llegaron, saludaron a la madre de Humberto, una fiel católica que a esa hora salía a misa. Les dijo que él aún dormía, que pasaran a despertarlo porque antes ella no había podido.


Cuando entraron al cuarto no encontraron ahí a Humberto, lo buscaron en el baño y lo llamaron por el pasillo pero no apareció. Pensaron que debía andar buscando los guantes y las pelotas para el béisbol, ya era tarde y con él siempre era lo mismo. Luís y Roque, que eran sus amigos de toda la vida y de toda su confianza, no dudaron en esperarlo un rato en su habitación. Platicaron unos minutos acerca de los juegos pasados, de las chicas y de dos o tres cosas más hasta que, al ver que Humberto no aparecía, se les ocurrió que tal vez se encontraba en la tienda de enfrente, donde vivía Mateo, otro chico a quien también iban a pasar a recoger para irse a jugar. Dispuestos a salir del cuarto, se levantaron y se encaminaron hacia la puerta, entonces, justo cuando uno de ellos giraba la perilla, un fuerte ruido los asustó haciéndolos voltear a verse sorprendidos. Se trataba del despertador que estaba junto a la cama y había comenzado a timbrar en ese momento. Luís trató de apagarlo pero descubrió algo extraño en él y le pidió a Roque que viera las manecillas: marcaban las doce en punto. Roque le dijo que simplemente estaba mal sincronizado, que lo apagara, que no era para tanto. Luís trató de apagarlo y Roque, al ver que Luís no podía, intentó ayudarlo pero sus esfuerzos fueron inútiles, no pudieron encontrar el botón que detuviera su funcionamiento. Le buscaron por todos lados y hasta intentaron quitarle la batería, pero fue inútil: no la encontraron, parecía que el despertador estaba sellado y no dejaría de sonar. Cuando se cansaron de buscar la manera de apagarlo, ya cansados de oír aquel estruendoso chirrido, lo dejaron sobre el buró y se fueron a buscar a su amigo en la casa de Mateo.


Cruzaron la calle y se dirigieron a los abarrotes “La Bendición”; al entrar no vieron a nadie por eso se fueron hasta el fondo, al área de las carnes, donde siempre estaba Tavo, un muchacho que recién había comenzado a trabajar como carnicero en esa tienda. A él le preguntaron por Mateo y, de paso, le contaron lo del despertador. Él les dijo que Mateo estaba atrás, en su casa y respecto al despertador, en tono sarcástico les dijo que se lo trajeran, que el las podía “de todas, todas” y que no tardaría más de un minuto en resolverles ese problema. Pasaron a la trastienda, desde donde se podía entrar a la casa de Mateo, a quien encontraron recostado en un sofá, viendo las caricaturas del pájaro loco, con un vaso de leche en la mano y comiendo galletas de nieve; le preguntaron por Humberto y le contaron lo que había pasado en su cuarto. Emocionados por lo que estaba ocurriendo, parecía que ya se habían olvidado de ir a jugar béisbol, pues los tres salieron corriendo hacia la casa de enfrente. Además, Tavo, que a esa hora no tenía clientes, dejó encargada la vitrina con el abarrotero y se fue corriendo con ellos, la curiosidad lo había picado. Una vez en el cuarto de Humberto, vieron azorados como el despertador seguía sonando; el que trabajaba de carnicero, por ser el mayor, se sintió obligado a tomar control y revisó el reloj hasta que encontró el compartimiento de las baterías. Se las quitó, pero al ver que el despertador seguía sonando le dio miedo, se apartó, dijo que ese despertador se sentía raro, que vibraba demasiado fuerte, como si estuviera vivo y que era imposible que siguiera sonando sin las pilas. Tomó el despertador y salió a la calle seguido por los tres muchachos que vestían incompletos uniformes de béisbol. Una vez afuera Tavo lo azotó con fuerza contra una pared pero el aparato en vez de apagarse sonaba cada vez más intensamente.

―¿Y Humberto? −se preguntaban intrigados.

Luis, Mateo, Roque y Tavo estuvieron de acuerdo en que ese aparato se tenía que apagar con o sin dueño, así que trajeron gasolina y le prendieron fuego. Hasta aquí todo era emocionante y divertido, la calle se había llenado de las carcajadas y parecía que todo terminaría en algo chusco; cuando llegó Humberto, les dijo que había tenido que salir corriendo a alcanzar a su mamá para que le diera dinero, pero que fue hasta la iglesia donde la alcanzó. Cuando le contaron lo del despertador les dijo que estaban locos, que el despertador tenía un botón grande, arriba, que con ese se apagaba. No les creyó lo que le decían y se echo a reír cuando le contaron lo de las baterías:

―Ahora sí se la jalaron−les advirtió.

Cuando de nuevo comenzó a sonar, emitiendo un zumbido ensordecedor, se quedaron callados y Humberto preguntó por lo que sonaba:

―¡Ese es tú despertador!–le contestaron sus amigos al mismo tiempo.

Humberto terqueó que ese no era, que así no sonaba, pidió le dijeran qué era eso que se oía pues aquello parecía un toro bramando. Cuando el fuego se apagó aún se podía apreciar el armazón medio derretido, con pequeños pedazos que aún conservaban el color rojo que antes tuvo. Lo que había sido un reloj−despertador ahora vibraba, parecía como si estuviese enojado y los ojos de los chicos buscaron una respuesta para ello entre sí. Con un palo movieron el destrozado armazón y de éste se desprendió el motorcillo, que se veía un poco deformado, de color verde, asemejando un mayate pero zumbando fuertemente.

―¡No mamen!−gritó uno−¡Esa madre está viva!


Uno de ellos trajo una pesada piedra y la estrelló sobre el endiablado motor. La piedra rebotó sobre el aparato, que hizo un chasquido y dejó de sonar; rodó la piedra al costado y debajo quedó un pedazo de chatarra aplastado. Humberto lo tomó con la mano y al frotar la tierra y el hollín que lo cubría quedó impactado, peló los ojos y su mueca hizo que a los demás se les enchinara la piel. Bajó lentamente la mano y les mostró a los demás esa cosa por un instante, luego, con un relampagueante movimiento de reflejos y nervios alterados, lanzó el pedazo de metal lo más lejos que pudo. El sonido que antes fue de un bello y útil reloj-despertador de manecillas, alterado ahora por quién sabe qué fuerzas ocultas, osciló por el aire y se fue a perder entre las hierbas que crecían al fondo de la calle.

―¿Lo vieron? −preguntó a los demás.

―¡Si! ¡Era una cabeza de toro! −dijo uno.

―¡Si! ¡Con cuernos!−asintieron los demás, a quienes se les habían borrado las sonrisas y mostraban ahora una cara de preocupación.

Los cuatro chicos se veían perturbados, ansiosos de encontrar una explicación a lo que pasaba aquella mañana tan extraña. Tavo les dijo que aquello era muy raro, que mejor él no quería broncas con esas cosas, se persignó y se despidió recomendándoles que tuvieran cuidado.

Los demás pensaron que era un marica pero ninguno se atrevió a decir nada, ellos también hubiesen querido escapar de aquel lugar. Entonces fueron a la casa de Humberto, pero no quisieron entrar, prefirieron esperarlo en el porche, frente a la puerta de la casa.

Desde la sombra vieron por la ventana de la tienda como Tavo se metió entre los refrigeradores de la carne y se puso a trabajar, vieron la hora y se dieron cuenta de que ya era tarde para ir al juego en el campo Benito Juárez, que estaba a 13 cuadras desde la Magisterial, donde ellos vivían. Cuando Humberto salió y estaba cerrando la puerta escucharon un sonido conocido, era algo parecido al zumbido de un zancudo, pero debía ser enorme, pues sonaba tan fuerte que se parecía al sonido de un helicóptero y, además, se estaba acercando. Voltearon a ver el cielo, buscando ver de qué se trataba. Entre los árboles todo lucía normal, algunos pájaros revoloteaban entre sus ramas y mil abejas se revolcaban entre las flores del jardín. Comenzaron a caminar hacia la calle, apresurados, casi empujándose, no querían descubrir que aquel zumbido provenía de nuevo de lo que había sido un reloj−despertador. Cuando ya estaban sobre la acera, Roque les dijo a los demás que miraran sobre el tejado del porche, en la esquina había algo que tenían que ver. Era algo irreconocible desde esa distancia, pero ellos sabían que no era un pájaro, ni un insecto, ni tampoco alguno de los adornos del patio, era el mismo ser que salió de la alarma, el que se transformó con el fuego. Empuñaron sus bates de béisbol un momento, como imaginando hacerle frente en caso de que se acercara, pero luego de ese instante de valor, salieron corriendo rumbo a la calle principal, el Boulevard Benito Juárez. Mientras corrían, escucharon el zumbido detrás de ellos, yendo y viniendo de un lado a otro, pero nadie veía al animal y poco antes de llegar a la parada de los taxis se dieron cuenta de que ya no se oía. Se tranquilizaron y se animaron mutuamente.


Humberto venía notablemente alterado, su inconciente estaba lleno de posibilidades respecto a lo sobrenatural, tanto escuchar a su madre hablar de santos y vírgenes lo habían hecho sensible a esas cosas; y que decir de sus tantas desveladas de terror, leyendo esas revistas de temas espectrales. Todo aquello era demasiado para su joven conciencia, él sabía que no podría con eso. Un chico católico no puede cambiar de pronto de un ambiente blanco e inocente a uno de varias dimensiones, con realidades diametralmente opuestas a la suya. El precio apagar era alto y muy pocos podían con él.

Al llegar a la esquina del boulevard, frente a la Chiquita Bar, pararon un taxi y cuando se iban a subir Roque pegó un saltó atrás. Al ver aquello, el taxista, con un acento costeño, les indicó:

―¡Súbanse, súbanse! ¡Nomás cuidado con ese animal que se acaba de meter, ahí le sacan la vuelta! ¡No les vaya a picar!

El pájaro/insecto-reloj/despertador con cabeza de toro, se encontraba parado sobre el respaldo del asiento delantero, volteando hacia atrás, exactamente hacia la puerta trasera por donde ellos querían entrar. Luís azotó la portezuela y le gritó al chofer:

―¡No, gracias!

El taxista se molestó por aquel azotón, echó algunas mentadas a los chamacos y salió quemando llanta en su taxi amarillo con blanco.


Los cuatro amigos estaban incrédulos, se preguntaban a sí mismos si aquello era real, si no estarían soñando, pero ninguno dijo nada, tenían el habla cortada. Hicieron la parada al próximo taxi pero la historia se repitió, el horrendo animal se encontraba, inexplicablemente, parado sobre el respaldo del asiento delantero, volteando hacia atrás, exactamente hacia la puerta trasera por donde ellos querían entrar. No sabían con certeza que debían hacer, sí paraban otro taxi se encontrarían de nuevo al diablo ese parado en el mismo lugar y sí se iban a cualquier otro sitio de nuevo los perseguiría. Parados ahí por los menos no escuchaban el horrible zumbido detrás de ellos. Sintieron que estaban encadenados a esa parada de taxis y, por miedo a lo que pudiera pasar, esa parecía su mejor opción.

Luís quiso llamar a sus padres desde el teléfono público de la esquina y cuando se acercó se encontró con el animal parado sobre la caseta telefónica. Pegó un grito y corrió hacia sus amigos. Les dijo que ya no podía más, que iba a irse corriendo a su casa y que no le importaba irse solo, ni tampoco sí el animal lo seguía. Cuando arrancó los demás se quedaron mirándolo petrificados. También vieron como el animal emprendió el vuelo tras él y se dieron cuenta como del pequeño monstruo alado iban saliendo varios más, como si fuese regando copias de sí mismo.


Todos ellos se espantaron con aquella visión, entendieron que ante ese nuevo panorama en ningún lugar estarían a salvo y emprendieron la carrera detrás de su amigo. Al llegar a “La Bendición” se encontraron con una grotesca escena: Tavo, el abarrotero y Doña Mele, una vieja clienta de la tienda y vecina de la cuadra, se encontraban tirados en el piso, estaban muertos y eran devorados por algunos de esos mismos seres que los perseguían. Los pequeños animalejos no se inmutaron con su llegada, ni dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Sus cuerpecillos resplandecían bañados en sangre con la luz del sol que entraba por las ventanas. Se movían lentamente, dando jalones a las tiras de carne que arrancaban con sus dientes.

Los muchachos salieron de la tienda y vieron la calle desolada, ahora no se oía un solo ruido, ni se veía un alma. Inexplicablemente, esa, que era una calle donde siempre abundaba la vida, en la que nunca cesaban los sonidos de niños que juegan, de perros que ladran y de gente que transita de manera ininterrumpida, en ese momento lucía lúgubre, cubierta por un halo de misterio. Con cautela caminaron hacia la casa de Humberto, poniendo atención a todo lo que les rodeaba; querían saber que estaba pasando y cuando en voz baja se preguntaron que hacer, el zumbido ensordecedor de cientos de pequeños monstruos llegó a sus oídos. Al mismo tiempo pegaron todos un grito mezcla de angustia y desesperación, tan alto que llegó hasta la termoeléctrica, al otro lado de la ciudad, donde, para su mala suerte, nadie los escuchó.

Corrieron desesperados y se metieron a la casa mientras el cielo se nublaba como cuando una plaga de langostas atacó Egipto. No había resquicio en el horizonte por donde no se mirara uno de esos animales. Cerraron la puerta con tanta o más fuerza que la portezuela que un rato antes Luís había azotado al taxista. Oyeron como los animalejos se iban estrellando contra ella y los cuatro se pegaron de espaldas a la pared de la sala, tratando de protegerse de la inminente entrada de esos seres que parecían venidos del infierno.


―¡Agua bendita! −gritó Roque.

―¡Tu mamá debe tener agua bendita! −insistió. Humberto corrió al lado izquierdo de la sala, donde su madre, mujer católica devota, mantenía un pequeño altar a la virgen de Guadalupe, con velas que ardían noche y día, retratos de la familia y un recipiente de agua bendita. Era suficiente como para darse un baño, no tenían idea de porque había tanta, pero eso era algo en lo que no se pusieron a pensar en aquel momento, era su vida lo que les importaba proteger. Humberto se armó de valor y corrió de nuevo, fue hacia la alacena, se puso a gatas y buscó bajo el zinc. Allí encontró los botes que buscaba y corrió de nuevo hacia sus amigos que ahora ya estaban en cuclillas preparando la defensa. Afuera sonaba como si estuviesen cayendo pelotas de béisbol en forma de granizo, era un escándalo tremendo, parecía como si se fuese a caer la casa, que de vez en vez, comenzaba a crujir. Por las ventanas se veían las sombras de los aterradores animales, volando como enjambre alrededor. Misteriosamente a las ventanas no se acercaban.

Ellos no lo sabían pero la madre de Humberto, desde adentro, cada domingo regaba con agua bendita toda la casa; como las ventanas las abría para limpiar, el agua bendita llegaba hasta el mosquitero, donde quedaba impregnada.

Los cuatro prepararon los dos pares de atomizadores que trajo Humberto, los llenaron con el agua bendita y luego se fueron juntos a rociar las puertas, de una en una hasta que terminaron. También rociaron cada rincón oscuro que encontraron y, armados de valor, también subieron al ático. Cuando ponían el agua bendita, el ataque de aquellas criaturas de Satán se incrementaba y se oía como rasgaban la madera de puertas y ventanas; los muchachos llegaron a creer que sería mejor parar, pero luego se dieron cuenta que los diabólicos seres se enojaban cuando caía el agua, que se volvían más agresivos y luego, cuando el agua empapaba lo suficiente, ya no se acercaban. Así pasaron todo el día y mucho después de que cayó el sol, ya cerca de la media noche, cuando los ataques de aquellas infernales criaturas prácticamente habían acabado, se durmieron. No les importó no tener sueño y dormirse prácticamente contra su voluntad; el recuerdo de las manecillas del reloj señalando las doce los asustaba e imaginarse lo que podría pasar a esa hora los inquietaba. Aquello era algo que por ninguna razón querían vivir.


Al amanecer del día siguiente Humberto despertó primero que los demás; aterrado por sus extraños recuerdos quiso despertar a sus amigos para preguntarles si todo aquello había sido cierto o sí solo había tenido una pesadilla. Cuando estaba apunto de hacerlo sintió un miedo terrible, tan sólo imaginarse que sus recuerdos fuesen ciertos lo detuvo. Decidió esperar y se quedo muy serio pensando en todo lo que recordaba. Trató de hacerse a la idea de que todo aquello era un sueño y lo hizo tan bien que ya se había creído que nada había pasado. Entonces le vino una idea: encender la luz y ver si en verdad todo era producto de su imaginación, de ser así, no encontraría rastros de lo que recordaba. Al prender una lámpara, sus ojos casi se salieron de su orbita y su piel se le erizó como nunca había sentido. Descubrió los atomizadores con agua bendita junto a la cama y por la ventana, un diablillo lo miraba.

F I N


lunes, octubre 08, 2007

La Ruta de los Sueños XXXVIII

Tras el rastro de Goethe
Un tren nos llevaba al suroeste y a pesar de ser muy temprano en fin de semana, el paseo prometía valer la pena. El destino eran las montañas cercanas a Thale, una ciudad ubicada geográficamente en la parte central de Alemania, muy cerca de lo que una vez fue la frontera interior de la Alemania dividida por el muro y el lugar donde hace muchos años Goethe, uno de los padres de la literatura alemana, se inspiró para escribir parte de Fausto.
Habíamos tomado el tren regional cerca de las ocho de la mañana, él cual nos llevó por casi una hora a través de las planicies que conforman esa parte de Sachsen-Anhalt (Sajonia-Anhalt, uno de los dieciséis estados federados que conforman Alemania). A través de las ventanillas del cómodo vagón en que viajamos fuimos viendo el panorama que predomina en esta parte del país, una llanura inmensa, con abundantes campos de cultivo esparcidos entre enormes complejos industriales muchos de los cuales ahora lucen abandonados, completamente desolados, cayéndose a pedazos. Preguntó la razón, pues me parece una calamidad que tanta infraestructura se venga abajo y me dicen que todas esas eran empresas del gobierno de la ex República Democrática Alemana (conocida comúnmente como DDR), que conformaban la gran industria que suministraba productos a los países del bloque socialista pero que a la caída del sistema no pudieron hacer frente a la competencia que les vino del oeste. Me cuentan que entonces muchos trabajadores perdieron sus empleos y se tuvieron que ir a buscarlos a la parte occidental, donde están las grandes empresas y el capital. Vemos también muchos campos sembrados de hortalizas y también muchos otros descansando pues el invierno está por llegar y no es temporada de cultivo. Entre los sembradíos y los campos abiertos se pueden ver muchos venados de pequeño tamaño, que según me cuentan llegan a ser un plaga en estos rumbos debido a su alta proliferación gracias a las estrictas normas de protección a la naturaleza.
Llegamos a Thale poco después, la ciudad lucía desolada, como es típico en todos lados los fines de semana en este país. Caminamos hasta llegar a un pequeño parque que colindaba con la entrada de nuestro destino: el Parque Nacional de los Harz, conformado por el bosque y las montañas del mismo nombre.
Después de cruzar la entrada, comprar los boletos de acceso y caminar a lo largo de un camino que nos fue llevando hacia el corazón del bosque, pasamos junto a la roca de Goethe y al lado de la cual se encuentra una placa con el nombre del conocido escritor, pues según la historia ya convertida en leyenda, fue aquí donde se inspiró para escribir su más famosa novela, ahora considerada como la Biblia del pueblo alemán. Fue aquí donde el caballo dejó su huella marcada en una roca para luego volar sobre los riscos de estas montañas y seguir volando hasta seguir el camino descrito en ese libro. Al pasar por esos lugares mis oídos, excitados al oír aquellas historias, transmitían a mis ojos el entusiasmo por mirar cada detalle y descubrir cada rastro o señal que me llevase tras las pistas del autor.
Siguiendo el riachuelo hacia arriba seguimos el camino que nos llevo hasta un pequeño puente que lo cruzaba y, de pronto, se convirtió en una pequeña vereda que nos fue llevando de un lado a otro del pequeño río, cruzando una y otra vez bonitos puentes sobre el agua. Los árboles ahí no son altos, y tampoco tienen hojas en esta temporada, pues la llegada del invierno los ha desnudado, sin embargo, gracias a eso es fácil apreciar las puntas de los riscos que se elevan a ambos lados del cañón, tan alto, que apenas se alcanzan a distinguir los pinos que se encuentran allá, en la parte más fresca.

Mientras nosotros caminábamos, el rió seguía y seguía, haciendo cada vez más largo el recorrido y provocando que nuestra hambre comenzara a aparecer. Finalmente, después de catorce kilómetros de caminata entre cientos de árboles, hojas secas y montañas encrespadas, vimos nuestro primer destino: un pequeño pueblo llamado Treseburg. Mientras lo atravesamos, yo me preguntaba si su nombre tendría que ver con el número trece y, aunque pregunté nadie me supo decir y creo que me confundí aún más. Estaba conformado por unas cien casas, todas muy bonitas, con flores en las ventanas y perfectamente pintadas, que se ven tan inocentes, que lo único que falta es ver a Ricitos de Oro asomándose por las ventanas. Esas casas se encuentran dispersas a los lados del pequeño río que serpentea montaña abajo, pasando por el estrecho paso entre las montañas que acabábamos de recorrer.
Al entrar al bosque vimos un letrero que describía los animales que habitan el bosque; ahí se veían venados, jabalíes, mapaches, nutrias, zorros y muchos otros. Yo más bien pienso que decía que animales vivieron en el bosque en algún remoto pasado porque no vi a ninguno de ellos.
Cruzamos de nuevo un puente para ir al otro lado del río, donde caminamos entre casas grandes, de dos pisos, con geraniums en las ventanas y todas también bellamente pintadas y con bonitos números en las puertas. Al dar la vuelta en una curva del camino nos encontramos ante un pequeño lago formado por el río, en el cual nadaban patos silvestres y se reflejaba la silueta de una bella construcción. Nos dirigimos hacia ella pues es el restaurante del pueblo y cuando cruzábamos el último puente antes de llegar a aquella imperiosa parada nos detuvimos un momento a apreciar los peces nadando en las claras aguas del río.
En el interior del restaurante me sorprendieron las bellas lámparas con que se alumbraba y adornaba el lugar, de hierro macizo, como si hubiesen sido hechas en la edad media y las mesas y sillas eran sobresalientemente finas. Pero lo más impresionante para mí era la limpieza del lugar, que a pesar de tener muchas pequeñas decoraciones, relumbraba. La comida que sirvieron no dejo mal el nombre del lugar pues fue deliciosa. Mi platillo consistía en dos trozos de carne de res y cerdo bañadas en una salsa de especies, un poco fuerte al paladar pero rica en sabor. La bebida, como debe ser en estas latitudes, fue una cerveza oscura que para mi gusto, carecía del requisito más esencial de toda cerveza, pues no estaba fría sino que la sirvieron siguiendo una desagradable tradición alemana de tomar cerveza al tiempo. Para mi gusto la cerveza debe tomarse helada, que sude, sino es así, es como si se jugara a tomar té con las amigas.

Cuando terminamos de comer retomamos el camino. Catorce kilómetros cuesta arriba nos había sacado el hambre, pero aún debíamos de subir a la cima de las montañas para luego regresar por otro camino. Tomamos una y luego otra vereda, mismas que nos fueron llevando, según la velocidad de nuestros pasos, hacia la cima, en donde están los riscos que queríamos visitar. Mientras subíamos los árboles se fueron haciendo altos y gruesos y el bosque cada vez más espeso; de pronto ya se podía ver todo el pueblo de Treseburg como si se viera desde el cielo y poco después, ya se podían incluso ver otros pueblos más allá, entre otras montañas, tras otros bosques. Ya arriba nos encontramos en una planicie que era cruzada por amplios caminos pues este bosque lo utilizan para sacar madera y por lo tanto se aprecia que comúnmente es transitado por grandes camiones aunque, como pudimos apreciar, no en fin de semana.
En medio del bosque encontramos un monumento dedicado a Friedrich Wilhem Leopold Pfeil, quien fue una persona que vivió entre los siglos XVI y el XVII y, de acuerdo a las versiones que escuché, ese hombre fue el primer estudioso de los bosques alemanes y, probablemente, uno de los pioneros en el mundo por lo que en todas las ciudades de esta parte del país es considerado un personaje sobresaliente a quien se le rinde culto por sus aportaciones y es común encontrar calles que llevan su nombre.
Después de atravesar el bosque llegamos hasta el límite de la montaña y justo ahí, donde inician los desfiladeros, encontramos una pequeña plaza con un círculo de piedra en el centro y las figuras de brujas, magos y demonios entorno a ellas. Se trata del Hexentanzplatz (lugar donde bailan las brujas: Hexen= Brujas/tanz= Baile/Platz=lugar, plaza) se dice que en la antigüedad las brujas bailaban ahí entorno a fogatas y bajo la luna llena. Esta fue otra de las fuentes que inspiraron a Goethe al escribir su novela y por ello aún mantienen la pequeña pista de arena y han hecho ese monumento en honor a esas, podría decirse, criaturas.
Una de las brujas está inclinada con las nalgas al cielo, recargada sobre las rocas y de no ser por su horrible cara y una asquerosa rata que la acompaña, podría decir que está buena.
De pronto comenzó a llover, justo cuando comíamos un rico Zimtwaffel (Waffle de canela) acompañado con café ¡lástima! El paseo también había terminado, con una vista sobre la ciudad de Thale, pensando en Goethe y en cada detalle de lo que de él nos han guardado.

A la mesa para los amigos

En mi proposito por aprender la lengua alemana, he traducido este pequeño libro y lo quiero compartir con mis amigos, si estás interesado(a) envíame un email y te lo regresaré cargado con el texto en español de esta pequeña obra. No olvides mencionar que quieres leer "El extranjero".

La Ruta de los Sueños XXXVII

Entre amigos y changuitos
Poco a poco me estoy haciendo experto en el tema de los idiomas y dialectos ―aunque no hablo ninguno más que el español y todo imperfecto― de ello me ido dando cuenta poco a poco, sobre todo en ocasiones en que convivo con personas que han tenido roce con otras lenguas y culturas; tal como pasó con esos buenos amigos con que hemos ido a cenar a un restaurante argentino, en una noche fría, pero de agradables momentos, como cuando probamos un filete de cordero acompañado de unos frijoles tan grandes que sólo cuatro granos cupieron en mi plato, mientras hablábamos de nuestros quehaceres, planes y proyectos. La plática fue tan extensa, que terminamos hablando acerca de las bebidas de los indios y hasta de cómo algunos animales fermentaban sus comidas a modo de obtener algún placer en esa sustancia divina, el alcohol, aunque claro, ellos lo consumen con más medida que nosotros, ya que según me contaron, los elefantes logran fermentar un poco en sus trompas y algunos cerdos lo hacen con su comida y yo recordé lo que me decía mi abuelo cuando íbamos al rancho a ver sus vacas, que “se atacaban de agua” según sus palabras y luego se echaban al sol el resto del día para fermentar con ella la cebada que habían tragado toda la mañana. También les conté de cómo matar una víbora de cascabel en el desierto, indicando detalladamente a mis oyentes que le deben de cortar una cuarta atrás de la cabeza para evitar morir envenenados y, a propósito del desierto, a mí me contaron la mejor manera de encontrar agua en el Sahara. La forma es muy sencilla, según mi amigo, sólo hay que seguir a los monos que ahí viven y ellos lo llevaran a uno hasta el oasis cercano. Lo que si no es fácil es hacer que los monos nos quieran llevar pues estos animales pueden pasar mucho tiempo sin tomar agua; el truco consiste primero en buscar un chango, después hacer algo para llamar su atención, pero antes se debe hacer un hoyo y luego poner en él un palito en que uno previamente se había orinado, luego debe uno esperar a que el changuito, curioso como lo son todos los changos, vaya a meter la mano en el hoyo y al tocar el palito quede prisionero, pues según esto, los changos al tocar la orina de otro tienen un reflejo que les impide soltar eso donde la tocaron. Entonces, cuando todo esto haya pasado, se le debe ofrecer sal al changuito (claro, sino se trae sal no funciona el truco) y cuando al chango se la coma y le de sed hay que liberarlo del palo del cual es prisionero y seguirlo hasta la fuente de agua y asunto arreglado. Fue tanta nuestra risa, que justo en este momento aún me estoy riendo recordando toda esta historia y como le puse atención pensando que tal vez hasta a mi, que vivo cerca del desierto en Baja California, me podría servir, sólo que al final me percaté que yo tengo un problema aún mayor al no traer agua: ¡En mi tierra no hay changos!

La ruta de los Sueños XXXVI

El Blue Note es de ladrillo
Poco a poco noto que en Magdeburg algo esta cambiando: las calles lucen llenas de hojas y los árboles están ya casi completamente desnudos. Esta temporada por la cual estamos transitando poco a poco se aleja más de ser un simple otoño y se convierte ya en el invierno. Hemos tenido muchos días lluviosos, aunque no han sido constantes, un rato llueve y otro sale el sol.
Ayer, después de hacer vorglühen (calentar motores(?)) con un trago del kräuterlikor “Jagd” y otro de “Jägermeister”, nos fuimos, a pesar del frío, la lluvia y el viento, a un pequeño concierto a la vuelta de la cuadra, en un pequeño lugar llamado Blue Note. Ese es un pequeño barecito en el cual nos refugiamos del naciente invierno. Ahí la música sonaba bien, una mezcla de Folk y de Blues que nos contagió poco a poco hasta que de pronto terminó, luego aparecieró en el escenario una pareja venida de Inglaterra, ellos traían una música que si bien ejecutaron a la perfección no fue algo espectacular. Yo me distraje un poco mirando las paredes de ladrillo que envuelven el lugar, que por estar en Alemania se puede decir es rústico ya que acá he descubierto que al trabajar ese material lo hacen con gran perfección, con líneas rectas que parecieran imposibles y los remates de los muros y fachadas que con el construyen se desviven en desdobles y formando figuras geométricas que impresionan a cualquiera que les ponga un poco de atención o al que, como yo, alguna vez haya intentado pegar una hilada de esos ladrillos rojos con la ayuda de un hilo, un nivel y el cemento fresco aguardando la cuchara. No puede evitar viajar a otros tiempos en que ayudaba a mi abuelo a remojar uno tras de otro, miles de ladrillos, para que él los pegara y que poco a poco construyeron la casa en que muchos años vivió mi abuela. Me sentí de nuevo en aquellas tardes que no acababan, esperando ansioso el momento en que mi abuelo me indicara: ¡A lavar las palas! Eso recordé mientras mis oídos se posaban en las notas de una guitarra y una mandolina que eran acariciadas cerca de mí querían captar toda mi atención, pero sin ganarle a mis recuerdos. De cualquier manera la música fue buena, la música en vivo siempre lo es.