sábado, agosto 11, 2007

La Ruta de los Sueños XXXIV

De Paseo por Praga
La ciudad del cuento
Si no lo hubiese vívido no lo creyera, me dije al amanecer, cuando de mi bolsillo saqué algunas coronas checas, boletos y mapas de la ciudad. Todo estaba cargado de los recuerdos de lo que había hecho el día anterior. La noche no había sido tan buena como yo quisiera, antes de irme a dormir pasé por la barra del hotel, para ver que podía encontrar pero estaba vacía, me tomé una cerveza y me fui a dormir. Desperté con la clara idea de aprovechar el día al máximo, así que pronto recogí mis pertenencias y me preparé para salir a caminar en mi último día en Praga.

Caminé hacia la estación Vitavská y tomé un metro que me llevó a Vyŝerhad, que se encuentra a las afueras del área turística, me interesaba mirar esa parte, para tener una idea de lo que es la Praga de los praguenses, la ciudad real de todos los días. Al salir de la estación me encontré en un área llena de desarrollos industriales y edificios departamentales. Al perder la esperanza de encontrar algo mejor, regresé caminando por la que me pareció una avenida principal.



















A los pocos minutos me encontraba en una zona de grandes edificios que alojan compañías transnacionales. Elegí una calle por donde corría el tranvía y bajé hacia el río. Si hay una palabra para describir esa mañana sin duda la palabra es contemplar, porque fue todo lo que hice mientras subía el sol: contemplé historia, arquitectura, belleza, elegancia, en pocas palabras, todo lo que un buen cuento debe tener.


























































































Después de apreciar sus iglesias y parques, su castillo y sus paisajes sobre el río, yo denominaría a Praga como la ciudad del cuento en vida, pues si aquí la llaman la joya de Europa para mí es como un cuento y el final feliz es haber estado en ella.

Entré a un pequeño restaurante y comí un platillo típico centroeuropeo, el goulash, que consiste en cortes redondos de carne de res, bañados en una rica salsa roja de especies, acompañadas de una papa rayada frita.

Deliciosa en general, sin ser la última maravilla.

Después de la comida, seguí caminando por el centro hasta llegar a la antigua zona judía de la ciudad, donde vivió de pequeño Franz Kafka. Encontré sinagogas y antiguos edificios judíos, pero no pude entrar a ellos, para entrar a ver se debían pagar más de doscientas coronas, lo que considere un atraco y no era mi plan caer en él, así que me retiré un poco decepcionado.









































Caminé y caminé, buscando ver esa ciudad desde la mayor cantidad de ángulos posibles, sabía que esa era una visita de doctor para una capital tan antigua y llena de historia, pero aún así, quería sacarle el mayor provecho. En mi caminata me salí de nuevo del casco antiguo y descubrí que esa ciudad además de tener muchas cosas que decir también carga con pobreza y necesidad, misma que muchos de sus habitantes tratan de olvidar bebiendo cerveza y sino les es posible, por lo menos hacerla más llevadera. Por las calles de los barrios, desde poco antes que caiga el sol, pueden verse muchos hombres intoxicados por el alcohol, recargándose en las paredes para no perder el paso, mientras caminan balbuceando frases que seguramente ni ellos mismos entienden. Eso se les ve en sus miradas insostenibles, perdidas. Poco después, cuando ya caía la tarde, descubrí algo que me había llegado como un mito pero que nunca había podido comprobar. En una pequeña calle estaba mal estacionado un auto cuyo nombre llamó mi atención: un Pajero. No recuerdo si supe que existían en un chiste o en alguna anécdota, pero ahí estaba, con ese precioso nombre, como queriendo masturbar alguna mente hispana o latinoamericana.




Después regresé a las calles llenas de turistas y me dejé arrastrar por la corriente de asombrados y sonrientes. Al llegar a una esquina donde ese aparente eterno peregrinar se desviaba, yo seguí sin parar metiéndome en la zona céntrica de la ciudad, pero no la turística, sino la que está un poco más allá, la otra, donde se ven a los trabajadores que han salido de sus trabajos y van hacia sus casas; donde los negocios ya no ofrecen recuerdos o souvenirs sino comida o café y que prometen atender a prisa; donde la gente ya no va mirando los edificios ni buscando paisajes. Ahí la gente va de paso, apuradas para llegar a su casa a descansar después de una jornada de trabajo. Las calles, que parecen que comprendieran esto, se van haciendo más oscuras y cada vez menos transitadas. Caminé algunas cuadras tratando de encontrar algún indicio que me dijera donde se encuentra el Museo Nacional. Al no encontrar ninguna seña, caminé hasta donde la ciudad se volvió común y corriente. Las calles estaban desiertas en esa parte de la ciudad, sumergidas en silencio y oscuridad. El cielo se encontraba nublado, volviéndolo todo más tenebroso. El silencio era pesado, se podía sentir en el roce de la ropa. Entre miedo y precaución regresé sobre mis pasos hasta la estación que encontré más cercana, ahí averiguaría como llegar al Museo que quería ver.












Estaba en la estación Florenc, entre mucha gente que caminaba despistada o apurada, pagué 14 coronas y bajé las escaleras para tomar un metro que me llevara al Národny Muzeum.


Me metí entre la gente y por un momento me sentí checo; después de unos minutos salí de los vagones, subí las escaleras y salí en el centro de un jardín al cual rodeaba una calle muy transitada. Al voltear, a mis espaldas encontré el bellísimo edificio del Museo Nacional de la República Checa.

El edificio es un impresionante edificio situado en una importante calle de Praha, como, no sé si ya lo dije antes, llaman los checos a su capital. Es un edificio de tres pisos, rematado con tres torres con cúpulas, cada piso tiene una larga y elegante fila de ventanas. La cúpula del centro es la más alta y es la que le da personalidad al edificio. La caminata de la entrada está además rematada con unas bellas columnas que sostienen un recibidor muy alto, con estampa clásica y con dos ángeles que lo resguardan.

Justo al frente, al otro lado de la calle, rematando el paseo que baja entre numerosos edificios con comercios de todo tipo, se encuentra la figura de Svaty Vaclave o San Wenceslao, que es un heróe nacional y según la leyenda, dicen que se encuentra descansando en el monte Blaník, de donde saldrá con su ejercito a defender la nación cuando ésta se encuentre en peligro. Hay una bella frase escrita a sus pies que dice “Pravda Vítěsí” (La Verdad Vence, sin duda inspiradora). Esa plaza se conoce por su nombre y la calle por la que después caminé es la Mustek, donde hay muchos edificios modernos y gente elegante por todos lados. Ahí se encuentran también casi todas las tiendas de marcas conocidas y de entre todas, la que tengo presente es la Skoda, que es la marca de autos de la república checa.

Poco después, atraído por los deliciosos olores, me acerqué a un puesto de comida, ahí disfruté de un delicioso hot dog checo, que tiene una salchicha más larga que el pan que lo sostiene y tan sabrosa, que pareciera que le estaba dando la mordida a la misma pierna del cerdo ¡mmm, carne pura! Además, en Praga, igual que en Alemania, tomar alcohol en las calles es completamente aceptado, la acompañé de una cerveza Pilsner que me supo a gloría después de recorrer media urbe en mi caminar.

Al día siguiente salí de Praga por la estación de trenes de Holesovice. En pocos minutos Praga se comienza a quedar atrás, en este momento la atravesamos pero en pocos minutos de volverá tan solo un punto en el pasado. En mi mente perduraran por mucho tiempo las imágenes de las cosas que vi y de las calles por las que caminé, emocionado de saberme en un lugar tan lejano y tan enigmático.

Pero de ninguna manera, jamás podría pasar, que en una visita a Praga dejase de lado el tema quizás más importante de todos, el de la cerveza, que en estas latitudes es de vida o muerte.

Al respecto debo decir, como si fuese un conocedor, que de todas las cervezas que en Praga he probado, la Budweiser Budwar es lo mejor, que no quede duda.



Mientras el tren avanza suavemente, siempre al lado del río y con antiguas iglesias o pintorescas casitas trepadas sobre escarpadas montañas, la lluvia golpetea las ventanas y poco a poco se va oscureciendo. En Deĉîn pasamos el puesto de revisión aduanal. Soy el primero del vagón, me piden mi pasaporte y checos y alemanes lo revisan. Luego ambos lo sellan, ya estoy de nuevo en Alemania y otra vez respiro.

Al caer la noche me encontraba en Dresden, donde perdí el tren por no entender el alemán de los altavoces indicando que cambiaron el anden de salida, afortunadamente me cambiaron el boleto para irme en el siguiente; mientras espero camino por la estación, ahí hay cosas que llaman mi atención.

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