miércoles, agosto 02, 2006

Mi primer viaje a Nueva York

Mi primer viaje a Nueva York
En el aeropuerto

El día 15 de Junio, por la tarde, llegué a la famosa ciudad que nunca duerme; eran las cuatro cuando yo me encontraba físicamente esperando mi maleta en la zona de equipajes del Aeropuerto John F. Kennedy, sin embargo, mentalmente yo me encontraba en otra dimensión: la de las matemáticas, donde mi mente se confunde y pierde el sentido de orientación, a donde sólo me meto por necesidad, tal como el que no sabe nadar se mete al agua, sólo cuando no hay de otra. Me encontraba tratando de descifrar cuantas horas había volado. Había tomado el avión en el entonces lejano San Diego a las siete de la mañana y llegué a Nueva York a las cuatro de la tarde; aunque había dormido en el viaje, sabía que no había sido por tanto tiempo. Quizá fue debido a que aún estaba medio dormido o al sonido de los altavoces que aturdían y al final no decían una palabra entendible por lo qué me estaba costando trabajo saber que había pasado. Lo cierto es que me fastidiaba saber perdido un día entero para llegar a esta, la ciudad más grande del mundo.
Poco después, cuando ya había despertado me tuve que aclarar que hay cuatro horas de diferencia entre costa y costa y que habían sido cinco horas de vuelo, con eso me daban las nueve horas perdidas. Sabía que las podría recuperar al regresar ¿pero al regresar para que? –me pregunté- si es aquí donde las necesito. Mientras esto ocurría y esperaba que mi maleta apareciera entre las bandas, junto a decenas de personas más, miré a un hombre blanco, vestido todo de negro, con sombrero redondo de ala corta, de barba larga y anteojos, llevaba también una trensita delgada colgando al lado de su rostro; nunca había visto a alguien así en persona, pero sabía que se trataba de un judío ortodoxo, de los que muchas veces había visto en la televisión. Sabía que en esa ciudad tienen una gran comunidad, así que no me debía de sorprender. Mientras el caminaba frente a mí sentí una extraña fuerza que me impedía apartarle mi vista, sentí también un poco de preocupación a que fuera a ver mi mirada escudriñadora y no le agradara, temí que pensara que yo tenía sentimientos antisemitas, entonces traté de desviar mi mirada pero no puede. Se pueden ver mil cosas por la pantalla pero sólo al estar frente a ellas se siente su realidad; su exacto color, sin efectos de luz, ni falso escaparate; la velocidad con que se mueven, cuando se mueven; incluso, se puede apreciar su tamaño real. Esto último es muy importante ¿cuantas veces no me he sorprendido al descubrir que un personaje es bajito de estatura cuando en la pantalla se ve normal? Como aquella noche que me topé con Fernando Del Monte en una taquería, justo después de que diera su noticiero ¡Que increíble me pareció! ¡El señor de las noticias era un pequeño hombrecito! Afortunadamente, mientras comía hombro a hombro junto a él, recordé que lo que hace grande a los hombres no es su estatura, sino su tamaño moral, como lo tuvieron Alejandro Magno, Napoleón o el mexicano Francisco I. Madero los cuales, al contrario de lo que pudieron haber medido, se van haciendo grandes con el tiempo.

Finalmente, en el aeropuerto, el hombre se alejó, se perdió entre la multitud de viajantes y yo volví a mi realidad. Había pasado casi una hora y mi equipaje no aparecía. Una mujer negra, empleada del aeropuerto, hacia esfuerzos por explicarnos que aunque nuestro avión había llegado veinticinco minutos antes del tiempo previsto y el personal encargado del equipaje tenía programado su horario para recogerlo, así que había que esperar. Al menos eso fue lo que yo entendí pues el sistema de altavoces se oía muy mal y si no fuese por que en la costa este los acentos me resultaban, además, rarísimos, hubiese dicho que las bocinas no servían.
Después de esperar, esperar y esperar, finalmente aparecieron mis maletas. Comencé a jalarlas haciendo uso de esas prácticas rueditas que toda maleta decente del siglo XXI lleva puestas. Mientras buscaba la salida, repasaba algunos puntos importantes:

1. Abrir bien los ojos, ver lo más que pudiera;
2. Aprovechar al máximo el tiempo; y
3. Tomar todo con calma, hasta las cosas más simples constituirían una aventura.

Mientras seguía deambulando por los enormes y fríos pasillos del aeropuerto, me pareció ver al mismo tipo de antes de nuevo: un judío ortodoxo, pulcramente vestido de negro; la primera vez casi no le dí importancia, pero luego fueron dos, tres, cuatro veces… Eso ya me pareció demasiada coincidencia, así que le puse atención y entonces comprendí que no era el mismo, por mucho que se parecieran, pero si que todos lucían perfectamente igual. No es que no supiera esto de antemano ¡Claro que lo sabía! Lo que pasa es que hay algunas cosas en la vida que hay que ver para creer y esta era una de ellas.

Poco después tomé un taxi que me llevó hasta Manhattan pero antes había que dar un pintoresco paseo a bordo de un “Yellow Cab”, conducido por un tipo que hablaba en árabe o persa por un celular. Esa sería otra historia o mejor dicho: otra aventura.

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