Alrededor de las nueve de la mañana del día siguiente salimos rumbo a Nordhausen de nuevo, el plan era ir a la estación de trenes y tomar el tren de vapor que corre entre esa ciudad y las montañas de los Harz, que son una cadena montañosa cubierta de bosques que constituyen la parte más alta de Saxon-Anhalt, como había nevado dos días antes, la nieve aún se conservaba en buen estado y tardaría uno o dos días más en derretirse y en el paisaje aún dominaba el color blanco.

Casi media hora más tarde nos encontrábamos frente a una vieja máquina de vapor de la cual salían grandes cantidades de humo ya que su funcionamiento es posible gracias al carbón que calienta la caldera donde a la vez se calienta el agua de la cual se aprovecha el vapor que genera para hacerlo pasar por unas válvulas que utilizan la presión del vapor para impulsar el tren.

Así como se oye de complicado así mismo lo fue para mí entender que era lo que mis ojos veían; después de unos minutos hubo que abordar los vagones y aquella curiosa mole de metal, tubos y válvulas comenzó a movernos, el humo era abundante y el vapor lo cubría casi todo, aparte los vidrios estaban cubiertos de hielo por lo que la mejor manera de apreciar el panorama era pararse en la escotilla, entre los vagones y desde ahí ir viendo como nuestra pintoresca locomotora nos conducía hacía las montañas.
Cuando comenzó a moverse todo fue emoción pues me hizo sentirme que estaba a bordo de uno de los trenecitos navideños que tantas veces he visto con ilusión pero claro, de la fantasía a la realidad hay mucha diferencia, y pronto me comencé a dar cuenta de eso ya que primero para ganar velocidad el tren tuvo que hacer tanto esfuerzo que lleno el horizonte de bocanadas de humo y vapor mezclados que no dejaban ver panorama, ni horizonte ni nada más que una mancha de humo que pasaba a gran velocidad frente a nuestros ojos, luego, cuando el tren ya había ganado cierto impulso y el hielo comenzaba a disminuir, una lluvia de hielo comenzó a caer sobre nosotros debido a que el aire estaba tirando todo lo que había amanecido sobre el techo de los vagones o colgado de las ventanas, fueron momentos en que no sabía muy bien que hacer: no veía nada y me estaba mojando tal vez inútilmente, y hasta arriesgando la cámara fotográfica, afortunadamente, pronto la pequeña tempestad cedió y los que aguantamos vimos recompensado nuestro esfuerzo. Ahora el tren se iba abriendo paso sobre colinas y pueblos dignos de estar en el mejor paisaje de acuarela. Luego fue ganando altura poco a poco, entre pinos y montañas cada vez más pronunciadas y el tren comenzó a echar más y más humo.
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